Por Enrique Cabrera
Caracas, 14 de mayo de 2025 –
La vertiginosa evolución de la tecnología, que en las primeras dos décadas del siglo XXI tejió una red global sin precedentes, conectando individuos, economías y culturas a una velocidad asombrosa, se encuentra hoy en una encrucijada crítica. Un análisis reciente plantea una interrogante escalofriante: ¿podría el internet, tal como lo conocemos y que se ha convertido en el cimiento de nuestra existencia moderna, desvanecerse en el horizonte de 2025, arrastrando consigo consecuencias de proporciones colosales?
Para comprender la magnitud de esta predicción, es necesario retroceder en el tiempo y recordar la génesis y el desarrollo de la World Wide Web. La década de los 2000 fue testigo del nacimiento de gigantes tecnológicos y de una expansión sin igual de la conectividad. Superado el temor al «error del milenio», plataformas como Google emergían como faros de información, mientras la velocidad de conexión aumentaba exponencialmente y los dispositivos se miniaturizaban, democratizando el acceso a un universo digital en constante expansión. El streaming de contenidos, el comercio electrónico y los primeros atisbos de las redes sociales sentaron las bases de lo que hoy consideramos la norma.
La siguiente década, los años 2010, marcó la plena inmersión del mundo real en este nuevo espacio virtual. Las redes sociales trascendieron su función inicial para convertirse en el epicentro de la comunicación, absorbiendo la industria musical, las noticias e incluso las interacciones personales en un flujo incesante de publicaciones y feeds. El internet dejó de ser un mero apéndice de computadoras y teléfonos para infiltrarse en cada rincón de nuestra vida: desde los electrodomésticos hasta los automóviles, difuminando las fronteras entre lo físico y lo digital.
Al inicio de la presente década, Internet se había erigido como un pilar fundamental, sosteniendo la infraestructura de prácticamente todos los aspectos de la sociedad. La distancia se acortó, la comunicación se instantáneamente, pero paradójicamente, estas mismas herramientas comenzaron a generar una sensación de aislamiento y soledad. La pandemia de 2020 actuó como un catalizador, impulsando una migración casi total hacia el entorno virtual, donde una porción significativa de nuestras vidas quedó mediada por pantallas y algoritmos.
Sin embargo, a mitad de esta década, la visión del futuro digital se torna turbia. Las grandes promesas tecnológicas que capararon titulares – la revolución financiera del bitcoin, la transformación de la propiedad con los NFTs, la inmersión total en el metaverso y la inteligencia artificial como paradigma del conocimiento – aún no han materializado su potencial disruptivo de manera concluyente. Nuestra relación con estas innovaciones se mantiene, en muchos casos, tensa y marcada por el escepticismo.
El análisis plantea que la atención se ha desplazado hacia una dinámica de poder preocupante. Los líderes de la industria tecnológica, con una influencia sin precedentes, parecen dictar el rumbo sin un contrapeso efectivo. La búsqueda de la atención del usuario se ha convertido en la moneda más valiosa, permitiendo a figuras como Elon Musk ejercer una influencia considerable, incluso en la esfera política, sin la necesidad de procesos democráticos tradicionales. La difusa línea entre celebridad y líder tecnológico evidencia una concentración de poder que podría moldear el futuro digital a su antojo.
Paralelamente, se observa un fenómeno inquietante: la creciente sensación de estancamiento y vacío en el ciberespacio. La proliferación de cuentas automatizadas y contenido generado por inteligencia artificial ha alcanzado niveles donde la distinción entre lo humano y lo artificial se vuelve cada vez más borrosa. La «teoría de la internet muerta», que postula que una parte significativa de la web consiste en sistemas automáticos interactuando entre sí, gana terreno ante la evidencia de un ecosistema digital saturado de actividad inauténtica. Algunos estudios sugieren que 2024 marcó un punto de inflexión donde la automatización superó la actividad humana en la red.
Esta situación se ve agravada por el fin de una era de financiamiento sin restricciones para las empresas tecnológicas. El cierre del grifo del «dinero fácil» limita la ambición colectiva y la capacidad de innovación disruptiva. Además, la fragmentación de Internet en múltiples versiones, impulsada por intereses particulares y la búsqueda de nichos específicos, erosiona la visión de una red global unificada y reduce las posibilidades de un cambio transformador a gran escala.
En este contexto, la predicción de la posible desaparición de internet que conocemos en 2025 no debe tomarse a la ligera. No se trata necesariamente de un apagón total de la red, sino de una metamorfosis radical, una fragmentación irreversible que podría dar lugar a un ecosistema digital irreconocible. Las consecuencias de este escenario serán colosales, afectado desde la comunicación interpersonal y el acceso a la información hasta la economía global y la infraestructura crítica que depende de la estabilidad de la red.
Si bien la tecnología siempre ha estado en constante evolución, la convergencia de estos factores – la concentración de poder en manos de unos pocos, la proliferación de contenido artificial, la fragmentación de la red y la limitación de la inversión – dibuja un panorama sombrío. El 2025 podría no ser el año del colapso total, pero sí el punto de inflexión donde el internet, tal como lo concebimos, comienza un declive hacia una forma fragmentada, controlada y potencialmente menos humana. La pregunta que debemos hacernos es si estamos preparados para este posible adiós y qué podemos tomar medidas para mitigar sus devastadoras consecuencias.